ECLESALIA, 21/02/11.- A los 86 años nos ha dejado Mons. Samuel Ruiz García, obispo que fue de Chiapas (México), sucesor –varios siglos después– de Bartolomé de Las Casas, cuyo testimonio y defensa de los habitantes originarios de estas tierras constituyeron para él una fuente de inspiración.
En abril de 1968 tuvo lugar en Melgar (Colombia) una reunión sobre la tarea misionera de la Iglesia; era un jalón en la ruta hacia la Conferencia de Medellín (agosto-septiembre, 1968). El encuentro fue organizado por el Departamento de Misiones del CELAM, presidido por Mons. Gerardo Valencia (pastor de una diócesis –Buenaventura, Colombia– con una amplia población afro-descendiente).
La mayor parte de los participantes de esa reunión misionera estuvo en Medellín y contribuyó a que la Conferencia recogiera muchas intuiciones de las conclusiones de Melgar. Samuel tuvo una ponencia al inicio de la Conferencia de Medellín en la que insistió en una de ellas. Pidió “una especial consideración sobre la situación de los indígenas en el continente latinoamericano”, y advirtió que de no ser así “seguirán acumulándose los siglos sobre este vergonzoso problema que bien pudiera llamarse el fracaso metodológico de la acción evangelizadora de la Iglesia de América Latina”.
Samuel enfrentó con tesón y creatividad la situación que denunciaba en ese cónclave continental. Más de 45 años de su vida fueron consagrados a la variada y numerosa población indígena de su diócesis. Lo hizo con cercanía y amistad, comprendiendo y valorando sus culturas, aprendiendo sus lenguas, defendiendo sus derechos, proponiendo un Evangelio de amor y justicia, ordenando indígenas como diáconos casados para servir a sus pueblos, sensible al sufrimiento de pueblos secularmente maltratados y marginados. Para todo ello, trabajó siempre en equipo, supo rodearse de laicos, religiosas y sacerdotes con quienes estudiaba la realidad humana y social en la que se encontraban y evaluaba en reuniones diocesanas los proyectos pastorales que compartían. Se trata sin duda de una de las experiencias pastorales más ricas que se hayan hecho en el continente en este terreno.
Hoy, sin embargo, la solidaridad con los pobres e insignificantes no puede limitarse a la, siempre necesaria, ayuda inmediata; debe, asimismo, señalar y denunciar las causas de la situación en que viven. Lo planteó Medellín con firmeza y Samuel no temió hacerlo. Y como ha ocurrido tantas veces, entre nosotros, eso le granjeó incomprensiones, hostilidad y, por momentos, maltrato. Pese a lo doloroso de esa situación, Samuel la vivió como testigo de la paz, pero con la convicción de que ella no puede establecerse sino sobre la justicia social, el respeto a los derechos humanos y la igualdad en la diversidad.
En 1979, Samuel convocó en Chiapas, en coherencia con sus opciones y preocupaciones, a un encuentro sobre ‘Movimientos indígenas y teología de la liberación’. Concurrieron líderes indígenas, obispos, agentes pastorales, teólogos de diferentes países del continente y de diferentes regiones de México, la reunión comenzó con informes sobre la situación social y pastoral de cada lugar. A ello siguió una interesante reflexión teológica sobre un tema cada vez más presente, los años lo habían hecho madurar, pero no dejaban de ser primeros pasos en un asunto de gran importancia.
Si bien la dedicación mayor de Samuel era su zona y los pueblos que con afecto y aprecio lo llamaban jTatic (padre, anciano), su labor se extendió a su país e, incluso más allá de él. Lo prueba su generosa acogida, en Chiapas, a los refugiados guatemaltecos que dejaban atrás una situación de abusos y muerte, así como, una vez obispo emérito, en tanto miembro activo y representativo de asociaciones de solidaridad internacional y defensa de los derechos humanos, especialmente en América Central. Agreguemos el papel que jugó, comprometido con la justicia como fundamento de la paz –mediación no siempre bien comprendida por todos– en el difícil momento del levantamiento del Ejército zapatista de liberación nacional.
Don Samuel era un hombre libre, de una profunda libertad evangélica. En su funeral, otro gran pastor, Mons, Raúl Vera, decía de él: “Con toda verdad vemos que hasta el final de su vida se conservó como un auténtico hijo de Dios por su trabajo por la paz, que nace de la justicia y del amor”.
Samuel enfrentó con tesón y creatividad la situación que denunciaba en ese cónclave continental. Más de 45 años de su vida fueron consagrados a la variada y numerosa población indígena de su diócesis. Lo hizo con cercanía y amistad, comprendiendo y valorando sus culturas, aprendiendo sus lenguas, defendiendo sus derechos, proponiendo un Evangelio de amor y justicia, ordenando indígenas como diáconos casados para servir a sus pueblos, sensible al sufrimiento de pueblos secularmente maltratados y marginados. Para todo ello, trabajó siempre en equipo, supo rodearse de laicos, religiosas y sacerdotes con quienes estudiaba la realidad humana y social en la que se encontraban y evaluaba en reuniones diocesanas los proyectos pastorales que compartían. Se trata sin duda de una de las experiencias pastorales más ricas que se hayan hecho en el continente en este terreno.
Hoy, sin embargo, la solidaridad con los pobres e insignificantes no puede limitarse a la, siempre necesaria, ayuda inmediata; debe, asimismo, señalar y denunciar las causas de la situación en que viven. Lo planteó Medellín con firmeza y Samuel no temió hacerlo. Y como ha ocurrido tantas veces, entre nosotros, eso le granjeó incomprensiones, hostilidad y, por momentos, maltrato. Pese a lo doloroso de esa situación, Samuel la vivió como testigo de la paz, pero con la convicción de que ella no puede establecerse sino sobre la justicia social, el respeto a los derechos humanos y la igualdad en la diversidad.
En 1979, Samuel convocó en Chiapas, en coherencia con sus opciones y preocupaciones, a un encuentro sobre ‘Movimientos indígenas y teología de la liberación’. Concurrieron líderes indígenas, obispos, agentes pastorales, teólogos de diferentes países del continente y de diferentes regiones de México, la reunión comenzó con informes sobre la situación social y pastoral de cada lugar. A ello siguió una interesante reflexión teológica sobre un tema cada vez más presente, los años lo habían hecho madurar, pero no dejaban de ser primeros pasos en un asunto de gran importancia.
Si bien la dedicación mayor de Samuel era su zona y los pueblos que con afecto y aprecio lo llamaban jTatic (padre, anciano), su labor se extendió a su país e, incluso más allá de él. Lo prueba su generosa acogida, en Chiapas, a los refugiados guatemaltecos que dejaban atrás una situación de abusos y muerte, así como, una vez obispo emérito, en tanto miembro activo y representativo de asociaciones de solidaridad internacional y defensa de los derechos humanos, especialmente en América Central. Agreguemos el papel que jugó, comprometido con la justicia como fundamento de la paz –mediación no siempre bien comprendida por todos– en el difícil momento del levantamiento del Ejército zapatista de liberación nacional.
Don Samuel era un hombre libre, de una profunda libertad evangélica. En su funeral, otro gran pastor, Mons, Raúl Vera, decía de él: “Con toda verdad vemos que hasta el final de su vida se conservó como un auténtico hijo de Dios por su trabajo por la paz, que nace de la justicia y del amor”.
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