"Educarse en el deseo ensancha el alma y la hace más capaz de recibir a Dios".
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
El
camino de reflexión que estamos haciendo juntos en este Año de la fe
nos lleva a meditar hoy sobre un aspecto fascinante de la experiencia
humana y cristiana: el hombre porta en sí mismo un misterioso anhelo de
Dios. De una manera significativa, el Catecismo de la Iglesia Católica
se abre con la siguiente declaración: El deseo de Dios está inscrito en
el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para
Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios
encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar (n. 27).
Tal declaración, que aún hoy en
muchos contextos culturales parece bastante aceptable, casi obvia,
podría parecer más bien una provocación en la cultura secularizada
occidental. Muchos de nuestros contemporáneos podrían, de hecho, objetar
que no sienten nada de ese deseo de Dios. Para amplios sectores de la
sociedad, Él no es el esperado, el deseado, sino más bien una realidad
que pasa desapercibida, frente a la cual no se debería hacer ni siquiera
el esfuerzo de comentar. De hecho, lo que hemos definido como el deseo
de Dios, no ha desaparecido por completo, y se ve aún hoy en día, en
muchos sentidos, en el corazón del hombre.
El deseo humano tiende siempre a
ciertos bienes concretos, a menudo espirituales, y sin embargo, se
encuentra de frente a la cuestión de qué es realmente el bien, y por lo
tanto, a confrontarse con algo que es distinto de sí mismo, que el
hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer.
¿Qué puede
realmente satisfacer el deseo del hombre?.
En mi primera encíclica Deus
Caritas Est, traté de analizar cómo esta dinámica se realiza en la
experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época es más
fácilmente percibida como un momento de éxtasis, fuera de sí mismo, como
un lugar donde el hombre se sabe atravesado por un deseo que lo supera.
A través del amor, el hombre y la mujer experimentan de un modo nuevo,
el uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y de la
realidad. Si lo que experimento no es una mera ilusión, si realmente
deseo el bien del otro como un bien también mío, entonces debo estar
dispuesto a des-centrarme, para ponerme a su servicio, hasta la renuncia
de mí mismo.
La respuesta a la pregunta sobre
el sentido de la experiencia del amor pasa por tanto, a través de la
purificación y la sanación de la voluntad, requerida por el bien mismo
que se quiere del otro. Debemos practicar, prepararnos, incluso
corregirnos para que aquel bien pueda ser realmente querido.
El éxtasis inicial se traduce
así en peregrinación, camino permanente, como un salir del yo cerrado en
sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de
este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el
descubrimiento de Dios (Encíclica Deus Caritas Est, 6). A través de este
camino, el hombre podrá gradualmente profundizar el conocimiento del
amor que había experimentado al principio.
Y se irá vislumbrando también el
misterio de lo que es: ni siquiera el ser querido, de hecho, es capaz
de satisfacer el deseo que habita en el corazón humano, es más, tanto
más auténtico es el amor por el otro, más se deja abierta la pregunta
sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad de que eso vaya a
durar para siempre.
Así, la experiencia humana del
amor tiene en sí un dinamismo que conduce más allá de sí mismo, es la
experiencia de un bien que lleva a salir de sí mismo y a encontrarse de
frente al misterio que rodea a toda la existencia.
Consideraciones similares se
pueden hacer también con respecto a otras experiencias humanas, tales
como la amistad, la experiencia de la belleza, el amor por el
conocimiento: todo bien experimentado por el hombre, va hacia el
misterio que rodea al hombre mismo; cada deseo se asoma al corazón del
hombre, se hace eco de un deseo fundamental que nunca está totalmente
satisfecho.
Sin lugar a dudas que de tal
deseo profundo, que también esconde algo enigmático, no se puede llegar
directamente a la fe. El hombre, después de todo, sabe lo que no lo
sacia, pero no puede imaginar o definir lo que le haría experimentar la
felicidad que trae como nostalgia en el corazón. No se puede conocer a
Dios sólo a partir del deseo del hombre. De este punto de vista
permanece el misterio: es el hombre el buscador del Absoluto, un
buscador a pequeños e inciertos pasos. Y, sin embargo, ya la experiencia
del deseo, el corazón inquieto como lo llamaba san Agustín, es muy
significativo. Eso nos dice que el hombre es, en el fondo, un ser
religioso (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 28), un mendigo de
Dios.
Podemos decir, en palabras de
Pascal: El hombre supera infinitamente al hombre (Pensieri, 438; ed.
Chevalier; ed. Brunschvicg 434). Los ojos reconocen los objetos cuando
son iluminados por la luz. De ahí el deseo de conocer la misma luz que
hace brillar las cosas del mundo y que les da el sentido de la belleza.
En consecuencia, debemos creer
que es posible aún en nuestro tiempo, aparentemente refractario a la
dimensión trascendente, abrir un camino hacia el auténtico sentido
religioso de la vida, que muestra cómo el don de la fe no es absurdo, no
es irracional. Sería muy útil para este fin, promover una especie de
pedagogía del deseo, tanto para el camino de aquellos que aún no creen,
como para aquellos que ya han recibido el don de la fe. Una pedagogía
que incluye al menos dos aspectos. En primer lugar, aprender o volver a
aprender el sabor de la alegría auténtica de la vida. No todas las
satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan una
huella positiva, son capaces de pacificar el ánimo, nos hacen más
activos y generosos.
Otras en cambio, después de la
luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que había despertado y
dejan detrás de sí amargura, insatisfacción o una sensación de vacío.
Educar desde una edad temprana para saborear las alegrías verdaderas, en
todos los ámbitos de la vida, esto es, la familia, la amistad, la
solidaridad con los que sufren, la renuncia del propio yo para servir al
otro, el amor por el que carece de conocimientos, por el arte, por la
belleza de la naturaleza, todo lo que signifique ejercer el sabor
interior y producir anticuerpos efectivos contra la banalización y el
abatimiento predominante hoy.
Incluso los adultos necesitan
descubrir estas alegrías, desear la realidades auténticas, purificándose
de la mediocridad en la que se hallan envueltos. Entonces será más
fácil evitar o rechazar todo aquello que, aunque en principio parezca
atractivo, resulta ser bastante soso, fuente de adicción y no de
libertad. Y por tanto hará emerger ese deseo de Dios del que estamos
hablando.
Un segundo aspecto, que va de la
mano con el anterior, es nunca estar satisfecho con lo que se ha
logrado. Sólo las alegrías verdaderas son capaces de liberar en nosotros
esa ansiedad que lleva a ser más exigentes --querer un bien superior,
más profundo--, para percibir más claramente que nada finito puede
llenar nuestro corazón.
Por lo tanto vamos a aprender a
someternos, sin armas, hacia el bien que no podemos construir o adquirir
por nuestros propios esfuerzos; a no dejarnos desalentar de la fatiga y
de los obstáculos que provienen de nuestro pecado.
En este sentido, no debemos
olvidar que el dinamismo del deseo está siempre abierta a la redención.
Incluso cuando nos envía por caminos desviados, cuando sigue paraísos
artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien.
Incluso en el abismo del pecado no se apaga en el hombre aquella chispa
que le permite reconocer el verdadero bien, para saborearlo, iniciando
así un camino de salida, al cual Dios, con el don de su gracia, no deja
de dar su ayuda. Todos, por otra parte, tenemos necesidad de seguir un
camino de purificación y de curación del deseo. Somos peregrinos hacia
la patria celestial, hacia aquel pleno bien, eterno, que nada nos podrá
arrebatar jamás.
No se trata, por lo tanto, de
sofocar el deseo que está en el corazón del hombre, sino de liberarlo,
para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando en el deseo se abre
la ventana hacia la voluntad de Dios, esto ya es un signo de la
presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios. Decía
siempre san Agustín: Con la expectativa, Dios amplía nuestro deseo, con
el deseo, ensancha el alma y dilatándola la vuelve más capaz (Comentario
a la Primera Epístola de Juan, 4,6: PL 35, 2009).
En esta peregrinación,
sintámonos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje, incluso
de aquéllos que no creen, de los que están en busca, de los que se dejan
interrogar con sinceridad sobre el propio deseo de verdad y de bien.
Recemos, en este Año de la fe, para que Dios muestre su rostro a todos
aquéllos que lo buscan con corazón sincero. Gracias.
(Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.).
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