Escrito
por Juan Hernández Jover.
Érase una vez que había un hombre
pobre (que no es lo mismo que un pobre hombre )... que no sé porqué razones se
dedicaba a pedir una pequeña ayuda a los conductores a cambio de un paquete de
tissues, ejerciendo dicha actividad delante de un semáforo... Frente al semáforo
había un mercadillo y he aquí que un vendedor de dicho mercadillo se paró un
día a observar la actividad ejercida por el hombre pobre, el cual andaba y
desandaba siempre el mismo camino, volviendo resignado al punto de partida que
era el semáforo, sin mostrar el mínimo ademán “de rabia o rebeldía”, a la vista
del poco fruto que obtenía con aquélla actividad.
El vendedor del puesto del
mercado (que se creía muy cristiano), no llegaba a comprender esa manera de
“importunar” a los conductores, pues para atender a las necesidades de los
“indigentes” estaba la ayuda de la sociedad, canalizada a través de Cáritas o de
la Administración.
Mas he aquí que de tanto
observarle, el comerciante se percató de que aquel “negocio” no resultaba nada
rentable, pues el hombre pobre terminaba “reventado” de los pies, hasta el punto
de aparecerle una pequeña cojera, que no era disimulada, ni mucho menos, para así
dar más compasión.
El comerciante se dio cuenta de
que, aunque su propio trabajo era ingrato y poco gratificante en lo
económico, era mucho más duro el del hombre del semáforo y menos
gratificante, pues al final de la mañana, después de tanto ”patear” el asfalto y
tragar enormes cantidades de CO2, apenas recaudaba unos cientos de pesetas... a
partir de ahí es cuando el comerciante comenzó a sentirse mal y sufría de ver a
aquella persona... y viéndole cómo arrastraba sus pies tan rendidos , metidos en
unas deportivas de plástico, pensó que aquello debía resultarle casi
insoportable, pues además no llevaba calcetines, así que se le ocurrió que podría
aliviar tanta incomodidad ofreciéndole unas zapatillas de lona (que por otra
parte no tenían mucha “salida“ a causa de no ser muy actuales en cuanto a la
moda). Así que lo llamó, le hizo la propuesta, se sentó a probarlas... y aunque
eran una o dos tallas más grandes que sus pies, aquel hombre se sintió tan
aliviado que abrazó fuertemente al comerciante y con lágrimas en los ojos, le
dijo:
- “Muchas gracias, te has portado como un buen amigo, no sabes lo bien que
me encuentro ahora; además así podré lavarme las deportivas”.
El comerciante me contó que, al
sentirse abrazado, sintió un fuerte impacto en su espíritu, no pudiendo evitar
que le aflorasen algunas lágrimas por la emoción recibida... y para culminar
este precioso acto os diré que aún quedó mas “impactado” cuando, ya, su “amigo del corazón”, al que
nombró con el apelativo de “hombre pobre”, regresó con un bocata en sus manos y
partiéndolo en dos mitades ofreció una a su ya buen amigo el
comerciante, tratándose ambos, a partir de entonces, fraternalmente. El le contó
que, en recoger lo suficiente, se volvería al Norte del país, de donde era
oriundo.
Un día, el vendedor ya no le volvió a
ver, por lo que echaba mucho de menos a su nuevo amigo. Lo que sí me remarcó que
narrase fue la huella tan profunda que le quedó en su espíritu al recibir aquel
sincero abrazo y agradecimiento por recibir una ofrenda tan pequeña, pues
comparó aquel abrazo con todos los hasta aquel presente recibidos, de
amigos, familiares, etc... y no encontraba semejanza... por lo que el comerciante
se preguntaba: ¿Cómo pudo recibir ésa alegría tan inmensa al abrazarle “un
marginado”?... Una de las respuestas quizá sea ésta: ¡No le abrazó un “
marginado “, fue un ser muy querido por Jesús!, reflejo de su amor sincero y que
llegó a partir el pan con él, como lo hiciera el Maestro tantas veces, osea, que
el que recibió el favor no fue su prójimo, sino él mismo, por la gran lección que
recibió.
En Palma a 25 de diciembre de 1998.
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