Santísima Trinidad (C) Juan 16, 12-15
JOSÉ ANTONIO PAGOLA, lagogalilea@hotmail.com
SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).
ECLESALIA, 22/05/13.- A lo largo de los
siglos, los teólogos se han esforzado por investigar el misterio de Dios
ahondando conceptualmente en su naturaleza y exponiendo sus conclusiones con
diferentes lenguajes. Pero, con frecuencia, nuestras palabras esconden su misterio
más que revelarlo. Jesús no habla mucho de Dios. Nos ofrece sencillamente su
experiencia.
A Dios Jesús lo llama “Padre” y lo experimenta como
un misterio de bondad. Lo vive como una Presencia buena que bendice la vida y
atrae a sus hijos e hijas a luchar contra lo que hace daño al ser humano. Para
él, ese misterio último de la realidad que los creyentes llamamos “Dios” es una
Presencia cercana y amistosa que está abriéndose camino en el mundo para
construir, con nosotros y junto a nosotros, una vida más humana.
Jesús no separa nunca a ese Padre de su proyecto de transformar el
mundo. No puede pensar en él como alguien encerrado en su misterio insondable,
de espaldas al sufrimiento de sus hijos e hijas. Por eso, pide a sus seguidores
abrirse al misterio de ese Dios, creer en la Buena Noticia de su proyecto,
unirnos a él para trabajar por un mundo más justo y dichoso para todos, y
buscar siempre que su justicia, su verdad y su paz reinen cada vez más en entre
nosotros.
Por otra parte, Jesús se experimenta a sí mismo como “Hijo” de
ese Dios, nacido para impulsar en la tierra el proyecto humanizador del Padre y
para llevarlo a su plenitud definitiva por encima incluso de la muerte. Por
eso, busca en todo momento lo que quiere el Padre. Su fidelidad a él lo conduce
a buscar siempre el bien de sus hijos e hijas. Su pasión por Dios se traduce en
compasión por todos los que sufren.
Por eso, la existencia entera de Jesús, el Hijo de Dios, consiste en
curar la vida y aliviar el sufrimiento, defender a las víctimas y reclamar para
ellas justicia, sembrar gestos de bondad, y ofrecer a todos la misericordia y
el perdón gratuito de Dios: la salvación que viene del Padre.
Por último, Jesús actúa siempre impulsado por el “Espíritu” de
Dios. Es el amor del Padre el que lo envía a anunciar a los pobres la Buena
Noticia de su proyecto salvador. Es el aliento de Dios el que lo mueve a curar
la vida. Es su fuerza salvadora la que se manifiesta en toda su trayectoria
profética.
Este Espíritu no se apagará en el mundo cuando Jesús se ausente. Él
mismo lo promete así a sus discípulos. La fuerza del Espíritu los hará testigos
de Jesús, Hijo de Dios, y colaboradores del proyecto salvador del Padre. Así
vivimos los cristianos prácticamente el misterio de la Trinidad.
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