11 Tiempo ordinario (C) Lucas 7,36-8,3
JOSÉ ANTONIO PAGOLA, lagogalilea@hotmail.com
SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).
ECLESALIA, 12/06/13.- Jesús se encuentra en casa de Simón, un fariseo que lo ha
invitado a comer. Inesperadamente, una mujer interrumpe el banquete. Los
invitados la reconocen enseguida. Es una prostituta de la aldea. Su presencia
crea malestar y expectación. ¿Cómo reaccionará Jesús?. ¿La expulsará para que no
contamine a los invitados?.
La mujer no dice nada. Está acostumbrada a ser despreciada, sobre
todo, en los ambientes fariseos. Directamente se dirige hacia Jesús, se echa a
sus pies y rompe a llorar. No sabe cómo agradecerle su acogida: cubre sus pies
de besos, los unge con un perfume que trae consigo y se los seca con su
cabellera.
La reacción del fariseo no se hace esperar. No puede disimular su
desprecio: “Si éste fuera
profeta, sabría quién es esta mujer y lo que es: una pecadora”. El no es tan
ingenuo como Jesús. Sabe muy bien que esta mujer es una prostituta, indigna de
tocar a Jesús. Habría que apartarla de él.
Pero Jesús no la expulsa ni la rechaza. Al contrario, la acoge con
respeto y ternura. Descubre en sus gestos un amor limpio y una fe agradecida.
Delante de todos, habla con ella para defender su dignidad y revelarle cómo la
ama Dios: “Tus pecados
están perdonados”. Luego, mientras
los invitados se escandalizan, la reafirma en su fe y le desea una vida nueva: “Tu fe te ha salvado. Vete en paz”. Dios estará
siempre con ella.
Hace unos meses, me llamaron a tomar parte en un Encuentro Pastoral
muy particular. Estaba entre nosotros un grupo de prostitutas. Pude hablar
despacio con ellas. Nunca las podré olvidar. A lo largo de tres días pudimos
escuchar su impotencia, sus miedos, su soledad... Por vez primera comprendí por
qué Jesús las quería tanto. Entendí también sus palabras a los dirigentes
religiosos: “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas entrarán antes que
vosotros en el reino de los cielos”.
Estas mujeres engañadas y esclavizadas, sometidas a toda clase de
abusos, aterrorizadas para mantenerlas aisladas, muchas sin apenas protección
ni seguridad alguna, son las víctimas invisibles de un mundo cruel e inhumano,
silenciado en buena parte por la sociedad y olvidado prácticamente por la
Iglesia.
Los seguidores de Jesús no podemos vivir de espaldas al sufrimiento de
estas mujeres. Nuestras Iglesias diocesanas no pueden abandonarlas a su triste
destino. Hemos de levantar la voz para despertar la conciencia de la sociedad.
Hemos de apoyar mucho más a quienes luchan por sus derechos y su dignidad.
Jesús que las amó tanto sería también hoy el primero en defenderlas.
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